La primera vez que vi una obra de Adrian Cox (EEUU, 1988) me dieron escalofríos, no ya por lo grotesco de sus personajes, sino por cómo es capaz de plasmar una conexión intensamente física con el entorno. Pintura frente a la que necesitas tomarte tu tiempo para averiguar donde están los límites entre humano y naturaleza, quizá sea ese el motivo por el que el propio artista las denomina “criaturas fronterizas”.
Criaturas que mutan, cambian, se transforman una y otra vez de la misma forma que lo hacen los lugares que habitan; bosques que bien pudieran ser terciarios o austeras cuevas acogen a esos extraños entes, surrealistas hasta la médula y en los que, no se sabe bien cómo, consigue reflejar expresiones y hasta sentimientos.
Seres humanoides que protagonizan escenas de lo más habituales, sus “pintores” dejan claro que, al margen de su increíble aspecto son capaces también de crear, y eso les confiere un halo de humanidad tal, que acabas por olvidar su fisonomía para indagar en lo más profundo de su ser.
Adrian Cox | Web