La escultura de Sarah Sitkin hace que nos derramemos por dentro y por fuera; con una variedad de medios como silicona, arcilla, yeso, resina o látex retuerce el cuerpo humano, lo descompone para después recomponerlo y mostrarnos que carne, sangre y órganos pueden estar fuera de lugar y ser reconocibles como propios.
Una personal interpretación de lo corporal, de la bello y lo deforme, morbosa y pertubadora nos introduce en un mundo en el que no todo lo que vemos es posible, al menos no tal como lo vemos, aunque separadamente es todo reconocible. Un universo surrealista que clama por convertirse en real.
Cabezas que salen no del tronco sino de no se sabe bien que conjunto improbable, sonrisas informes que lejos de trasladarnos maldad nos abocan a sentir una mezcla de lástima y aprensión que no siempre somos capaces de asumir, tanto que casi preferiríamos que nos trasmitieran violencia, y no es el caso.
Asombra esa cara sangrante que laminada nos enfoca la mente en una charcutería cualquiera; o ese rostro, de boca que en realidad no lo es, de nariz reconvertida en algo bastante más apetecible; y aún así, buscando un beso que no llega, para finalmente recordarnos aquel Laberinto del Fauno que acogía drama y fantasía para esconder la crueldad humana.
Y entre tanta insania Sarah Sitkin nos presenta personajes que surgiendo de nuestra mente, donde algún viso de realidad deben tener, se convierten en pesadillas; imaginarios presentes en nuestra psique porque lo están en nuestro día a día, adaptarnos a ellos o luchar contra ellos queda en nuestra más íntima cordura, si es que nos queda un ápice de juicio, no ya de sensatez, que de esa, andamos bastante escasos.
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