La India es un paseo vertiginoso por la humanidad. Es una montaña rusa de píxeles saturados, urinarios fétidos y comida endiablada. Es el cielo y el infierno. Pero es real. No hay envolturas de celofán. Nadie disimula ni se esfuerza en mantener las formas. Todos cagan, lloran, mean, eructan y ríen a la vez y en plena calle. Los niños mendigos hacen acrobacias y malabares. Recogen basura mientras piden limosna. Ríen y se abrazan. Los comerciantes gritan letanías ininteligibles y los buscavidas nos miran de reojo. Se ha hecho de noche y las calles se tornan viviendas en las que uno se siente un intruso.
Los puestos de comida devienen catres y todo el mundo se ducha, lava, cena y se recoge a descansar. Aquí nada se cierra o apaga, simplemente cambia el decorado. El tráfico es ensordecedor, el olor acre de la gasolina y el dulce de la comida se dan la mano y guiñan el ojo. Los colores son cegadores pero todos somos sordos, anósmicos y ciegos. Hay rickshaws y carros. Hay taxis, tranvías y motocarros. Hay vacas, gatos, ratas y monos. Y perros, sobre todo muchos perros. Son todos iguales y copulan sin cesar. Todo hace ruido en la India. Todo huele, todo muerde, pica y te atropella. Si te paras quieto puede que desaparezcas engullido por el vórtice. No se puede fotografiar el ruido. (Aitor Salazar)